En uno de mis viajes por Latinoamérica, paseando por un pequeño poblado del altiplano andino, algo me hizo detenerme: el humo blanco de un horno de leña y el inconfundible olor a pan recién hecho.
Entré al local y vi a unas personas, con sus gorros de lana multicolor, trabajando una masa sobre una piedra plana. No había amasadora, ni balanzas, ni fermentadora. Solo sus manos, una artesa de madera, y una tradición centenaria que no necesitaba manuales.
Les pregunté supongo que amasais a mano. Me respondieron con naturalidad:
No se amasa. Se mezcla con las manos y se deja hasta el otro día.
Ahí estaba la clave: aplicaban sin saberlo un proceso de autólisis prolongada, donde el gluten se forma solo con el tiempo, la hidratación y el reposo. Una fermentación espontánea, sin levadura industrial, sin fermento de masa madre, tan sólo algún trozo de masa que les quedaba del día anterior que teóricamente cumplía su función. Solo tradición, clima y paciencia.
No conocían el “por qué” técnicamente, pero conocían el “cómo” con precisión.
Y lo más impresionante: el resultado era un pan sencillo, cálido, honesto… y delicioso.
Ese día no di una asesoría. Ese día aprendí.
📌 Aprendí que el conocimiento no siempre lleva bata blanca, ni termómetros, ni entra por PowerPoint.
📌 Aprendí que la técnica también puede ser ancestral, intuitiva, y profundamente efectiva.
📌 Y, sobre todo, recordé por qué amo este oficio: porque el pan, el verdadero pan, sigue siendo un lenguaje universal.

